martes, octubre 09, 2007

Padre Ruquoy aunque ayuda a los pobres, parece que lo han castigado

Hace un poco más de un mes, recibí un nuevo nombramiento: cura párroco de Mulungushi Agro, una nueva parroquia perdida en medio de la sabana africana. Mi primer viaje a este lugar, me pareció interminable. Una pista de tierra amarilla en medio de hierba aun más amarilla, algunas chozas de tierra con techo de hierba amarilla y de vez en cuando algunos arbustos que parecen pedir limosna a los escasos viajeros: tal es el paisaje que separa mi parroquia de la ciudad de Kabwe situada a unos 60 kilómetros de distancia.
Al llegar al lugar, unos cuantos hombres y mujeres nos esperaban en frente de la capilla. Me acompañaban el Padre Tony, Superior de los CICM de Zambia y el Padre Machilipa, un sacerdote diocesano responsable de una inmensa parroquia de la cual Mulungushi era parte. De una vez entramos en la capilla. Me llamó la atención la sencillez de ese lugar sagrado: unos 20 bancos, un altar de concreto de color blanco y una cruz de madera, nada más. ¡Ah sí! Se me olvidaba mencionar los instrumentos de música que habían sido colocado cuidadosamente en una esquina: dos tambores y un “babatom” - una especie de arpa combinada con un inmenso tambor - . Nos sentamos en los bancos y empezó mi primera reunión con los líderes de la comunidad cristiana del lugar.

El lago que da acceso a la parroquia del padre Pedro en Zambia
El Padre Machilipa anunció la creación de la nueva parroquia y me presentó como primer cura párroco. Los 13 líderes presentes se mostraron muy felices con la noticia. El Señor Chilumba, coordinador de la comunidad se levantó y presentó mi nuevo espacio de trabajo. Aprendí que la nueva parroquia contaba con 23,000 habitantes diseminados en un territorio de unos 40 kilómetros de largo sobre 30 de ancho. Chilumba dijo que había 16 centros litúrgicos y que cada uno de esos centros contaba con un comité coordinador. Obviamente, en cada centro hay un grupo de catequistas, un coro, un equipo de monaguillos y un grupo de bailarines para darle color y sabor a las escasas Eucaristías - una vez al año con la gracia de Dios -. Al final de la reunión, una señora me preguntó si necesitaba algo especial, sobre todo en relación con la comida. Como no había entendido muy bien la pregunta, un señor respondió en mi lugar: “Umweni wa kolwe alya ifyo kolwe alyako!” (“El que visita al mono come lo que el mono come!”). Ese refrán africano me hizo reflexionar mucho. Por cierto mi primer paso en esta nuevo ambiente debía ser aprender a vivir como mis parroquianos.
Después de la reunión, seguimos un pequeño sendero entre los arbustos y a los pocos minutos llegamos a un inmenso río que cruza la nueva parroquia: el río Mulungushi. Durante la caminata, aprendí que la mitad de mis parroquianos eran pescadores que pasaban horas y horas en pequeños cayucos sobre las aguas del río. De hecho, a la orilla de la corriente de agua, un cayuco esperaba su propietario. Las redes cubrían el fondo del pequeño barco. Al ver ese pedazo de madera, pensé en el famoso refrán mencionado durante la reunión. Me vino también en la mente la vida de los primeros seguidores de Jesús. Ellos también eran pescadores y pasaban la mayor parte de su vida sobre el agua. Uno de mis acompañantes me indicó una islita perdida en medio del río: la isla Icilumba. “Allí viven decenas de pescadores y nunca nadie les visita,” me dijo el hombre. En ese momento, decidí que una de las primeras cosas que haría en esta nueva parroquia es aprender a pescar. Hablé con Chanda, mi futuro vecino y le pedí construirme un pequeño cayuco y enseñarme a echar las redes. Se rió pero me pareció que entendió mis planes. Para poder compartir profundamente la Palabra y el Pan de Vida con los pobres, hay que compartir su vida, conocer sus preocupaciones, vivir sus dificultades, entender su trabajo y sus dificultades de cada día. Hay que tomar el mismo barquito y remar en las mismas aguas.

Al fondo la nueva parroquia del padre Pedro Ruquoy de misión en Zambia, África
Pensé en mis primeros años en la República Dominicana: por cuatro años, viví en un bohío en medio de un pueblito pobre de la loma de Tamayo. Como los campesinos de ese lugar, me desplazaba en mulo y tenía un pequeño conuco donde cultivaba tabaco. Cada anochecer, solía reunirme con una docena de campesinos en el patio del bohío. Compartíamos un chaca y conversábamos de los problemas del campo. Esos campesinos me enseñaron sus valores, me dieron a conocer sus problemas, poco a poco me revelaron su corazón. Y piedra tras piedra, en ese lugar perdido, construimos una comunidad cristiana fuerte que se transformó en levadura para todas las organizaciones comunitarias de la zona.
Ahora, cerca de ese cayuco a la orilla de un río de Zambia, empezaba otra vez el mismo proceso. Tenía que nacer de nuevo, tenía que aprender todo, junto con los más pobres del continente más pobre del mundo, tenía que ser paciente para entrar poco a poco en el misterio de la vida de esos hijos e hijas de Dios.
Al regresar de la caminata hacia el río, empezamos a mirar el lugar donde íbamos a construir la casa curial. Dije a la gente que la casa curial consistiría en una serie de chozas con paredes de ladrillos fabricados en el mismo lugar y con un techo de hierba seca. Me miraron sorprendidos y me preguntaron por qué no pensaba construir una casa de verdad. No respondí nada pero el famoso refrán del mono me vino en la mente: “El que visita al mono tiene que vivir como el mono!”.
El primer domingo de octubre, tuvimos la primera celebración eucarística en la famosa capilla. Durante la homilía, tomé tiempo para presentarme y expresar lo que esperaba de la comunidad cristiana: “Pasaré mucho tiempo en visitarles. Necesito aprender de ustedes: Quiero conocer su vida. Tienen que enseñarme a hablar mejor su idioma. No se preocupen por mi; como uno de ustedes dijo en la primera reunión que tuvimos: “El que visita al mono debe comer lo que el mono come!” He aquí lo que espero de ustedes: lo primero, quisiera que nunca piensen que yo soy más importante que ustedes. Todos somos hermanos y hermanas. Trataré de estar siempre al servicio de la comunidad. También quisiera que ustedes me digan siempre lo que piensan. No digan siempre “Sí” a todo lo que digo. No tengan miedo de contarme mis errores y mis metidas de pata. Por fin, espero que ustedes entiendan que el compromiso de los Cristianos no es sólo en la capilla; Juntos, tenemos que formar nuevos grupos: organizaciones de campesinos, de pescadores, de jóvenes, de mujeres. estas organizaciones tratarán de combatir la miseria y conseguir una vida digna para todos y para todas. Juntos tenemos que combatir la miseria y la injusticia. Dios, nuestro Padre Bueno, es el enemigo mortal de la miseria y de la injusticia. Por eso, él nos da su fuerza, su Espíritu para que podamos aportar un grano de arena a la construcción de su Reino...”
Un nuevo camino empieza: ¡un camino de esperanza junto con los pobres! ¡Dios es grande!

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