Por Gumersindo Ruiz de Granada Hoy.
TENGO dos conjuntos de imágenes asociadas a Birmania; unas son de la película Más allá de Rangún, con Patricia Arquette, donde se describen los acontecimientos que impidieron la transición democrática, y otras, las de Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz, hija del general héroe de la independencia birmana, que lleva casi veinte años tratando de encontrar una salida a la situación de su país. A ellas se añaden las de estos días, con miles de monjes budistas manifestándose por la democracia y un cambio en las condiciones de vida de la población.
En los últimos diecisiete años Suu Kyi ha estado once detenida, y en circunstancias cada vez más duras al estar prácticamente aislada, sin acceso a internet, sin visitas, y en la tensión de una amenaza permanente. Su casa, en el número 54 de University Avenue, junto al lago Incya, ha sido la referencia de todo un país desde que en 1990 su partido ganara unas elecciones generales que fueron ignoradas por los militares gobernantes. La figura de Aung San Suu Kyi resulta familiar y ha cambiado poco en todos estos años: delgada, con gran dignidad, un sentimiento contenido y una sonrisa algo forzada, calza la sandalia de los monjes, lleva el pelo recogido, con flores blancas que le cuelgan de la nuca, discretos pendientes de perlas, blusa ceñida, sin cuello, mangas largas o sobre el codo, falda larga, y un reloj grande, antiguo, plateado, con correa de cuero. Educada en Oxford, casada con un periodista inglés, es la imagen de una Birmania por la que sí pasa el tiempo, siempre esperanzada, pero cada vez más hundida.
Con 52 millones de habitantes, la economía del país es caótica, sin sistema financiero, con la inflación descontrolada, el 40 por ciento del presupuesto va a gastos militares, y sólo el 8 y el 3 por ciento a educación y a salud. La Junta militar no ha conseguido una mínima legitimidad con su gestión económica; a pesar de las riquezas naturales: maderas, piedras preciosas y, sobre todo, grandes reservas de gas, la renta por habitante es apenas la mitad de la de un país vecino tan pobre como Bangladesh. La confusión llega hasta el propio nombre, que se cambió de Birmania a Myanmar, trasladándose su capital Rangún a un lugar perdido.
En 1996 la Unión Europea y Estados Unidos toman medidas, imponiendo restricciones al comercio y a la asistencia técnica, y embargando los bienes de los miembros del gobierno, altos funcionarios y sus familiares, cuyos nombres y los de sus empresas se comunican periódicamente a las entidades financieras; a ello se sumó la retirada del país de las principales empresas multinacionales no relacionadas con el gas. Nada de esto ha resultado efectivo. Los intentos de conseguir una condena de Naciones Unidas tienen la oposición de Rusia y de China, con fuertes intereses en Birmania, sobre todo China, que necesita el gas; India mantiene un acuerdo tácito con la Junta para evitar que fuerzas rebeldes situadas en su frontera con Birmania le ocasionen conflictos, y los países asiáticos vecinos tratan de aprovechar el hueco que dejaron las multinacionales.
Naciones Unidas se esfuerza por convencer a India y China de que el principio de no ingerencia no debe llevar a la indiferencia, y que es necesaria una implicación de ambos. India, como país democrático con fuertes vínculos con Europa y Estados Unidos; China, por el papel que le corresponde en los asuntos internacionales y la imagen que necesita dar ante los Juegos Olímpicos del año próximo. Pero el temor es que la situación pueda volver al punto muerto anterior y perpetuarse. En un libro reciente sobre Aung San Suu Kyi titulado El rehén perfecto, su autor, Justin Wintle, cuestiona la vía pacífica seguida; sin embargo, los monjes juegan ahora un papel diferente puesto que, a diferencia de los grupos estudiantiles y políticos, tienen una organización y templos donde reunirse que prestan, además de los religiosos, servicios educativos y sanitarios, y sirven como orfanatos, lo que les da una fuerte vinculación y el apoyo de la población.
En Birmania, irónicamente, se dice que el libro de George Orwell, Días de Birmania, basado en su época como policía de la colonia, es bueno, pero no tanto como su segunda novela “sobre el país”, el famoso 1984, libro donde el cinismo de una dictadura imaginaria encuentra su máxima expresión negando la realidad. Sabemos que el futuro del país será difícil pase lo que pase, pero cualquier evolución, cualquier cambio, necesita la verdad, afrontar una situación insoportable, y reconocer que la peor opresión no es siempre la externa, sino ser víctima y rehén de los propios gobernantes.
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